Editorial
para la revista Science:
Un reto para los científicos del mundo
7 de marzo de 2003
La ciencia ha contribuido inmensamente al progreso de la humanidad y al
desarrollo de la sociedad moderna. La aplicación de los conocimientos científicos
sigue siendo un arma poderosa para resolver muchos de los problemas a los que se
enfrenta la humanidad, desde la seguridad alimentaria hasta enfermedades como el
SIDA, desde la contaminación hasta la proliferación de armas. Los recientes
avances en el campo de la tecnología de la información, la genética y la
biotecnología encierran extraordinarias promesas tanto para el bienestar
individual como para el bienestar de la humanidad en su conjunto.
Al mismo tiempo, el desarrollo de la labor científica en el mundo está
marcada por desigualdades claras. Por ejemplo, los países en desarrollo gastan
generalmente mucho menos del 1% de su producto interno bruto (PIB) en
investigación científica, mientras que los países ricos le dedican entre el
2% y el 3% de su PIB. En proporción a su población los países en desarrollo
cuentan con un número de científicos entre 10 y 30 veces menor que el de los
países desarrollados. El 95% de los nuevos conocimientos científicos a nivel
mundial procede de un conjunto de países que representan sólo una quinta parte
de la población del mundo. Y muchos de estos estudios científicos, por ejemplo
en el campo de la salud, pasan por alto los problemas que afectan a la mayoría
de la población del planeta.
Este desequilibrio de la distribución de la actividad científica crea
serios problemas no sólo a la comunidad científica de los países en
desarrollo sino al desarrollo en sí. Acrecienta la disparidad entre los países
avanzados y los países en desarrollo, creando problemas sociales y económicos
tanto a nivel nacional como internacional. La idea de dos mundos de la ciencia
paralelos es totalmente contraria al espíritu científico. Será necesaria una
firme determinación de los científicos y las instituciones científicas del
mundo para cambiar esta situación de modo que los beneficios de la ciencia
lleguen a todos.
Sin embargo, ningún puente que pueda construir la ciencia para salvar la
brecha entre ricos y pobres será bastante fuerte como para resistir los embates
de la violencia y la guerra. Para que la ciencia alcance su potencial pleno y se
nutra de los mejores cerebros de cada país debemos esforzarnos más para
prevenir y acabar con los conflictos. En este sentido, los científicos también
han de desempeñar un papel clave. El movimiento de la Conferencia Pugwash, que
surgió del Manifiesto de Russell-Einstein de 1955, aunó a los científicos
rusos y de Occidente durante más de 40 años con el fin de alcanzar un acuerdo
en la interpretación de los peligros de la guerra nuclear e idear medios de
reducirlos. En los últimos años este movimiento ha establecido un diálogo dinámico
entre el Norte y el Sur sobre los problemas del desarrollo. Tras la guerra fría
la cooperación entre laboratorios también sirvió de ayuda para establecer las
bases de la colaboración entre Rusia y los Estados Unidos de América en
materia de desarme nuclear y control de armamentos. El establecimiento y la
consolidación de la paz no deberían ser nunca patrimonio exclusivo de los
diplomáticos y los políticos.
El espíritu científico y el proyecto de una organización internacional
tienen muchas características en común. Ambos son el producto de la razón,
reflejado por ejemplo en los acuerdos internacionales sobre problemas mundiales.
Ambos se dedican a luchar contra las fuerzas de la sinrazón, que en algunas
ocasiones han utilizado a los científicos y a su trabajo de investigación con
fines destructivos. Ambos comparten el método experimental. Después de todo,
las Naciones Unidas son un experimento de cooperación humana. Y ambos se
esfuerzan por expresar verdades universales: en el caso de las Naciones Unidas,
la dignidad y el valor de la persona humana y el entendimiento de que, aunque el
mundo se encuentra dividido por muchas particularidades, estamos unidos en una
única comunidad humana.
El interés fundamental de la comunidad científica en el bienestar de la
humanidad hace de ella un socio indispensable de las Naciones Unidas. Con su
ayuda, el mundo puede alcanzar los objetivos de la “revolución azul”, que
se necesita de forma tan urgente para hacer frente a las actuales y futuras
crisis del agua. Sus trabajos de investigación pueden impulsar una “revolución
verde” en África e incrementar su productividad agrícola. Su solidaridad
puede poner a los países en desarrollo en mejores condiciones de participar de
forma efectiva en la negociación de tratados y acuerdos internacionales
relativos al mundo de la ciencia. Y su prédica puede ayudar a franquearles el
acceso a los conocimientos científicos. Ejemplo de ello es la iniciativa de
acceso a los trabajos de investigación de la Red Virtual de Salud, que permite
a miles de instituciones de países en desarrollo obtener revistas científicas
de forma gratuita o con un importante descuento.
La agenda es amplia y las necesidades enormes, pero juntos podemos
enfrentarnos a estos retos. El sistema de las Naciones Unidas, y yo
personalmente, esperamos sinceramente poder colaborar con los científicos de
todo el mundo para apoyarlos en su labor y difundir aún más y mejor sus frutos
en beneficio de la humanidad en los años venideros.
Kofi A. Annan
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